Palenque

Aquí estoy perdida por América Central, con mi cámara colgada del cuello mientras busco otro espacio que no haya cubierto de fotografías. Árboles, explanadas, esculturas, símbolos y esas fantásticas pirámides mayas no han podido resistirse a elevarse a su máxima potencia y presentar ante mí, una pequeña aficionada a la fotografía, instantáneas cercanas a la belleza del infinito.

Desde El Templo de las Inscripciones puedo ver la inmensidad del lugar, lleno de monumentos que guardan espíritus de reyes cercanos a la divinidad, de un pueblo avanzado en conocimientos. De ahí su nombre "Otolum", que en lengua chol significa: "Lugar de casas fortificadas".

Pero no estaba allí solo para contemplar tanta magnificiencia, ni siquiera para admirar las obras arqueológicas sacadas a la luz que mi inquieta mente investigadora no dejaba de observar. Había llegado hasta allí con un propósito, encontrar el colgante de Chan Bahlum, el rey con el espíritu de la serpiente-jaguar, en cuyo dorso tenía grabado el símbolo del Dios Sol . Realmente no era mi primer ni último trabajo como arqueóloga, sin embargo, con aquello no podía ganarme el sustento, por lo que generalmente recurría a mis dotes periodísticas escribiendo para un periódico comarcal. Sin embargo, la aqueología no dejó de ser por ello mi verdadera pasión. Llevaba más de un mes en aquella tierra verde, y todavía me quedaba prendada de sus múltiples misterios.

A pesar de estar en la cima del templo con unas oscuras nubes sobre mi cabeza, hacía un calor insoportable, la humedad se me pegaba a la piel y los insectos hacían de mi persona su más exquisito manjar, a pesar de las múltiples medidas preventivas, tanto brebajes característicos del lugar como del mundo desarrollado. Sin embargo, estaba agradecida, el mal tiempo del día me aportaba marcada ventaja, la de no tener que molestarme de los turistas que pasean por la zona. Además, el campamento estaba a uno kilómetros, lo que me daba aun una mayor amplitud de movimientos.

De repente, escuché un ruido gutural procedente la explanada bajo el templo. Incliné mi cabeza y pude ver una figura felina que me atravesaba con sus ojos negros. El jaguar me miraba desafiante, expectante a mis movimientos. Sin apartar la vista de mí, se alejó hacia la selva, y en el preciso momento en el que desapareció entre los árboles, mis piernas cobraron vida propia y corrieron tras él tan rápido como las interminables escaleras del templo y mis pesadas botas montañeras me permitieron.

Me adentré en la selva cada vez más rápido tras el enorme animal, que siguió corriendo delante mía, tan rápido que más de una vez le estuve a punto de perderle la pista. La selva empezaba a ser impenetrable, mis ropas y mis brazos al descubierto empezaron a estar llenos de rasguños, y mi peli cobrizo ya se había soltado a merced de la velocidad.

No recuerdo cuanto tiempo estuve corriendo, lo que sí que recuerdo es sentir el aliento de la selva en mi nuca, los espíritus mayas observando mi carrera interminable; hasta que al fin, no pude avanzar más. Definitivamente me encontraba perdida, no sabía dónde se encontraba el jaguar y mucho menos donde me encontraba yo. Pero no estaba asustada, sabía que siempre podría recurrir al walkie talkie que me comunicaría con el campamento en el momento que lo necesitara.

Sin embargo, continué avanzando entre caobas y cedros rojos, estudiada por muchos animales autóctonos, en algún momento me pareció ver algún mono araña balanceándose entre los áboles.
Me detuve al escuchar el sonido del agua cayendo sobre la roca, seguí la melodía fluyente y llegué a una hermosas cascadas espectaculares. Las rocas tenían miles de formas diferentes semejantes a escalones, mientras el agua serpenteaba y caía entre ellas, con una armonía perfecta. Aquel lugar debía ser el llamado "Baño de la Reina", las cascadas de Montiepá por las que discurría un canal de agua dulce.

Me detuve ante aquel paisaje propio de lugares ensoñadores y me acuclillé para beber un poco de ese agua tan pura. Una vez mi sed quedó saciada, me sobresaltó un nuevo ruido. Alcé la cabeza y pude ver a un hombre, pero no un hombre cualquiera. Su piel rojiza contrastaba enormemente con el verdor de la selva, iba descalzo y sus pies no parecían mostrar heridas propias de ir caminando libremente en aquel terreno salvaje. Llevaba una falda hasta los tobillos, de colores rojos, verdes, morados y azules; del pecho al descubierto le colgaba un colgante de oro, y la cara cubierta de una especia de pintura negra autóctona, que no podía compararse al negro de sus ojos. Ese debía ser el "hombre negro", personaje de leyendas, las cuales decían que se les aparecía a los viajeros para extraviarlos y llevarlos hasta sus "encantos".

Cuando comprendí la importancia que conllevaba estar frente aquel ser misterioso, mi corazón dio un vuelco y una descarga de adrenalina recorrió todo mi ser. En ese instante nos miramos y pude ver perfectamente los rasgos de un jaguar perteneciente a aquellos ojos negros. Se empezó a acercar lentamente hacia mí, hipnotizada por aquellos cristales que reflejaban mis propios ojos del color de la jungla, pero a la vez mostraban sabiduría, conocimiento y poder. Cuando estuvo a unos escasos centímetros de mí, bajó la cabeza y se quitó el colgante. Sin decir una palabra lo tendió en mi mano. Era reluciente de oro puro, me extrañaba que me hiciese obsequio de un objeto como aquel.

Levanté la cabeza para dar una muestra de agradecimiento al "hombre negro", sin embargo, no quedaba ni la más mínima muestra de su presencia allí unos segundos antes. Volví a mirar el objeto, estaba del revés. Le di la vuelta y maravillada, pude ver que tenía grabado el símbolo del Dios Sol.

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