En algún lugar de África

Estoy enfermo, realmente enfermo. Llevo varios días recostado en un jergón de cañas trenzadas, de un verde oscuro cautivador y muy resistente. El sudor empaña mi frente, a veces se me desvanece la vista. Veo de fondo un techo de madera, y a veces pieles de animales, y máscaras pintadas. No recuerdo cuál fue mi última aventura: un destello de fuego, un vibrante cuerpo de serpiente, la ceguera, unos glifos de oro, la agonía... Yo antes era un cazatesoros, un traficante de reliquias, e iba buscando algún tesoro perdido remontando el Nilo, pero ahora no recuerdo...

La primera vez que desperté supe que estaba en la cabaña de un jefe, en medio de una tribu de negros en África, y que me cuidaban.

El chamán me contó historias de cómo los héroes iban al Mar de Huesos y de allí no volvían; de cómo encontraban allí la Muerte Blanca y de cómo el uso de toda su fuerza y sus armas de madera no podían con ella. De qué sólo los más bravos y sabios conseguían vencer y acababan perdiéndose en la jungla para convertirse en leyenda.

El chamán me habló de ponzoña y veneno en su peculiar idioma, me hizo ver el humo de la hoguera, me dio remedios. Vi a los loas, poderosos espíritus de la naturaleza; los espíritus de la muerte, del árbol, el cielo y el barro.

El chamán decía que los loas de la muerte se agazapaban en torno a mi y que me chupaban la fuerza vital y los sueños. Creo que he soñado alguna vez con el Mar de Huesos. Siento que no puedo levantarme de esta cama; pero tomaré las mejores armas que tenga, reuniré mi valor y toda mi fuerza, y me enfrentaré a la Muerte Blanca.

Ararat


Todo comenzó con una llamada familiar. Sí, ya sé que comenzar así, con un todo comenzó es muy típico y no puede atraer de ninguna forma, pero os aseguro que lo que voy a relataros es en extremo cautivador. Así que, como decía, mi familia paterna me había llamado porque querían conocerme. Mi padre era armenio inmigrante y desde que había llegado a Suiza había cortado toda relación con sus ascendientes. Pero yo había crecido con una sempiterna curiosidad hacia mi tierra ancestral, y cuando recibí una carta de invitación de mis parientes, no dudé en empaquetar mis cosas y tomar un avión.

Fue entonces que descubrí que mi padre tenía motivos de bastante peso para haberse largado de allí. No tenía mucha emoción pertenecer a una familia de cabreros armenios que prosperaba dejando pastar a sus animales a los pies del monte Ararat. Bueno, era esto lo único por lo que valía la pena despertarse, amanecer en el jergón mullido y ver el Ararat nevado al alba, con su aureola de nubes cubriendo los enormes picos.

La estancia allí me resultó muy aburrida, apenas conocía el lenguaje de mi patria natal y ellos no entendían el alemán con el que crecí. Ellos eran una gente bastante típica y pobre, vestidos a la antigua usanza y a las maneras tradicionales armenias; eran personas altas y delgadas, de piel tostada y estirada. Durante gran parte del día me dedicaba a ver cómo pacían las cabras y cómo las pastoreaba mi tío. Todo esto me producía un sopor inmenso, hasta que llegaba el ocaso y posaba su manto rojizo sobre el cielo, irradiando un aura mística a mi querido monte.

Todo cambió un seco día de Noviembre, cuando llegó mi exhuberante prima Chérame. Del resto de mi familia no se diferenciaba demasiado, sino fuera por su exótico aspecto de arqueóloga aguerrida, su mirada fiera, llameante y fulgurante como el desierto. A pesar de estar en los huesos, su tipo dibujaba sugerentes curvas bajo su ropa de aventurera contemporánea. Me sorprendía al imaginarme poseyéndola, pero lo consideré normal comparándola con mis remilgadas primas suizas, rubias y de piel lechosa y grasienta. En fin, me sentí fascinado por ella, y enseguida entablamos relación. Hablábamos durante gran parte del día en un fluido inglés, y ella me enseñaba sus manuscritos y enseñanzas, me contaba historias sobre yacimientos mesopotámicos en los desiertos de Iraq, cuevas perdidas en lo más profundo de Palestina y el Mar Muerto, y ruinas hititas en Turquía. Todo aquello me resultaba sensacional, y aunque yo no comprendía más de la mitad de sus cavilaciones, la mayoría de ellas a la luz de las velas en nuestras largas noches de conversación, cuando el fulgor de las pequeñas llamas hacían brillar sus ojos y su piel de forma provocativa, yo la seguía con el mayor asombro e interés, y a veces le contaba curiosidades de la cultura suiza y para aparentar interés fingía que sabía cantar música del Tirol, aunque yo no era de allí.

En fin, no me quiero desviar, en verdad estaba perdidamente enamorado de Chérame, pero no fue lo más extraordinario que me sucedió a los pies del Ararat. Un día, con el rostro lívido, mi tio regresó del pastoreo y se puso a pegar voces a toda la familia. Chérame cogió presta su cantimplora y preparó la mochila, y yo le pregunté con urgencia qué pasaba. Una cabra se había perdido en las laderas y era preciso encontrarlas. Claro, yo no podía comprender tanta obsesión con una cabra, si podían comprar más, pero ellos eran pobres, y yo haría cualquier cosa por seguir a Chérame en sus aventuras, aunque fuera al fin del mundo.

Ascendimos por el Ararat antes del mediodía y proseguimos la travesía por toda la tarde. Yo farfullaba por todo el esfuerzo, acomodado a la aburguesada vida de Suiza, pero Chérame ni se inmutó. Sólo el sudor perlaba su frente y poseía su piel; el leve brillo me enloquecía por instantes. Finalmente Chérame se incorporó con pose de alerta y me miró. Sin duda, había oido los balidos de angustia de la cabra. Avanzó más aprisa y de repente nos encontramos en unas ruinas pedregosas. Cuando miré a Chérame al rostro, lo tenía blanco como mis primas suizas. Por todas partes en la piedra había inscripciones en cirílico. Le pregunté qué pasaba y ella me contó una historia. Hacía mucho mucho tiempo, Cirilo, el inventor del alfabeto ruso, había decidido pasar sus últimos días en Ararat, de forma que edificó un templo dedicado a los serafines, los querubines, las potestades divinas, virtudes y tronos. En sus últimos días, su obra lo enloqueció, pero las efigies de los árcangeles permanecían inmutables en las laderas del Ararat, contemplando los huesos del monje demente. Desde entonces, nadie se había atrevido a profanar el templo, pues se decía que estaba maldito.

Pero había que rescatar a la cabra de mi tío. Chérame me suplicaba que no entrara, pero yo me envalentoné, ardiendo en deseos de impresionarla. Allí estaba la maldita cabra y estaba a punto de cogerla cuando vi los huesos de Cirilo, custodiados por una magnífica estatua del arcángel Miguel. Mi prima había salido corriendo tras de mi, pero yo ya sostenía en mis manos el craneo de Cirilo y recitaba con dramática pose "Sein oder Nichtsein, das ist hier die Frag!". Observé horrorizado mientras mi prima chillaba, como la piedra se caía del árcangel Miguel y aparecía en toda su gloria y esplendor guerrero, mientras todos los serafines, con sus espadas y sus tres pares de alas se abalanzaban sobre nosotros. Esquivamos a duras penas todos los tajos angelicales y el poder de la voluntad del Señor sobre nosotros, mientras esgrimiamos huesos contra ellos y nos zafabamos pateticamente. En un momento, Chérame sacó su libreto de notas y empezó a recitar poderosos versos en antiguas lenguas. Más tarde me dijo que era arameo. Resultó que gracias a aquellos versos, todas las potestades divinas se volvieron piedra de nuevo y se apaciguaron. Por prudencia, solté los huesos de Cirilo, y por impulso mordí salvajemente los labios de mi prima, entregándonos a la más violenta de las pasiones.

Ella dice que es arqueóloga, pero yo sé que en realidad es una hechicera. Y bueno, como toda historia feliz, la cabra volvió al bondadoso cuidado de mi tío. Creo que no volveré a Suiza. Y me han contado que en Ararat está el Arca de Noé, pero supongo que se encontrará en otro mítico templo, o que Indiana Jones se la llevaría antes.

Palenque

Aquí estoy perdida por América Central, con mi cámara colgada del cuello mientras busco otro espacio que no haya cubierto de fotografías. Árboles, explanadas, esculturas, símbolos y esas fantásticas pirámides mayas no han podido resistirse a elevarse a su máxima potencia y presentar ante mí, una pequeña aficionada a la fotografía, instantáneas cercanas a la belleza del infinito.

Desde El Templo de las Inscripciones puedo ver la inmensidad del lugar, lleno de monumentos que guardan espíritus de reyes cercanos a la divinidad, de un pueblo avanzado en conocimientos. De ahí su nombre "Otolum", que en lengua chol significa: "Lugar de casas fortificadas".

Pero no estaba allí solo para contemplar tanta magnificiencia, ni siquiera para admirar las obras arqueológicas sacadas a la luz que mi inquieta mente investigadora no dejaba de observar. Había llegado hasta allí con un propósito, encontrar el colgante de Chan Bahlum, el rey con el espíritu de la serpiente-jaguar, en cuyo dorso tenía grabado el símbolo del Dios Sol . Realmente no era mi primer ni último trabajo como arqueóloga, sin embargo, con aquello no podía ganarme el sustento, por lo que generalmente recurría a mis dotes periodísticas escribiendo para un periódico comarcal. Sin embargo, la aqueología no dejó de ser por ello mi verdadera pasión. Llevaba más de un mes en aquella tierra verde, y todavía me quedaba prendada de sus múltiples misterios.

A pesar de estar en la cima del templo con unas oscuras nubes sobre mi cabeza, hacía un calor insoportable, la humedad se me pegaba a la piel y los insectos hacían de mi persona su más exquisito manjar, a pesar de las múltiples medidas preventivas, tanto brebajes característicos del lugar como del mundo desarrollado. Sin embargo, estaba agradecida, el mal tiempo del día me aportaba marcada ventaja, la de no tener que molestarme de los turistas que pasean por la zona. Además, el campamento estaba a uno kilómetros, lo que me daba aun una mayor amplitud de movimientos.

De repente, escuché un ruido gutural procedente la explanada bajo el templo. Incliné mi cabeza y pude ver una figura felina que me atravesaba con sus ojos negros. El jaguar me miraba desafiante, expectante a mis movimientos. Sin apartar la vista de mí, se alejó hacia la selva, y en el preciso momento en el que desapareció entre los árboles, mis piernas cobraron vida propia y corrieron tras él tan rápido como las interminables escaleras del templo y mis pesadas botas montañeras me permitieron.

Me adentré en la selva cada vez más rápido tras el enorme animal, que siguió corriendo delante mía, tan rápido que más de una vez le estuve a punto de perderle la pista. La selva empezaba a ser impenetrable, mis ropas y mis brazos al descubierto empezaron a estar llenos de rasguños, y mi peli cobrizo ya se había soltado a merced de la velocidad.

No recuerdo cuanto tiempo estuve corriendo, lo que sí que recuerdo es sentir el aliento de la selva en mi nuca, los espíritus mayas observando mi carrera interminable; hasta que al fin, no pude avanzar más. Definitivamente me encontraba perdida, no sabía dónde se encontraba el jaguar y mucho menos donde me encontraba yo. Pero no estaba asustada, sabía que siempre podría recurrir al walkie talkie que me comunicaría con el campamento en el momento que lo necesitara.

Sin embargo, continué avanzando entre caobas y cedros rojos, estudiada por muchos animales autóctonos, en algún momento me pareció ver algún mono araña balanceándose entre los áboles.
Me detuve al escuchar el sonido del agua cayendo sobre la roca, seguí la melodía fluyente y llegué a una hermosas cascadas espectaculares. Las rocas tenían miles de formas diferentes semejantes a escalones, mientras el agua serpenteaba y caía entre ellas, con una armonía perfecta. Aquel lugar debía ser el llamado "Baño de la Reina", las cascadas de Montiepá por las que discurría un canal de agua dulce.

Me detuve ante aquel paisaje propio de lugares ensoñadores y me acuclillé para beber un poco de ese agua tan pura. Una vez mi sed quedó saciada, me sobresaltó un nuevo ruido. Alcé la cabeza y pude ver a un hombre, pero no un hombre cualquiera. Su piel rojiza contrastaba enormemente con el verdor de la selva, iba descalzo y sus pies no parecían mostrar heridas propias de ir caminando libremente en aquel terreno salvaje. Llevaba una falda hasta los tobillos, de colores rojos, verdes, morados y azules; del pecho al descubierto le colgaba un colgante de oro, y la cara cubierta de una especia de pintura negra autóctona, que no podía compararse al negro de sus ojos. Ese debía ser el "hombre negro", personaje de leyendas, las cuales decían que se les aparecía a los viajeros para extraviarlos y llevarlos hasta sus "encantos".

Cuando comprendí la importancia que conllevaba estar frente aquel ser misterioso, mi corazón dio un vuelco y una descarga de adrenalina recorrió todo mi ser. En ese instante nos miramos y pude ver perfectamente los rasgos de un jaguar perteneciente a aquellos ojos negros. Se empezó a acercar lentamente hacia mí, hipnotizada por aquellos cristales que reflejaban mis propios ojos del color de la jungla, pero a la vez mostraban sabiduría, conocimiento y poder. Cuando estuvo a unos escasos centímetros de mí, bajó la cabeza y se quitó el colgante. Sin decir una palabra lo tendió en mi mano. Era reluciente de oro puro, me extrañaba que me hiciese obsequio de un objeto como aquel.

Levanté la cabeza para dar una muestra de agradecimiento al "hombre negro", sin embargo, no quedaba ni la más mínima muestra de su presencia allí unos segundos antes. Volví a mirar el objeto, estaba del revés. Le di la vuelta y maravillada, pude ver que tenía grabado el símbolo del Dios Sol.

Aruba

Os preguntareis qué hace una persona como yo en un lugar como este, tan lejos de Europa, en una isla feliz y perdida de las Antillas Holandesas. Que un caballero como yo, de sombrero de copa, chaqueta, bastón y modales refinados, se haya aventurado más allá del ancho océano, a tierras tropicales y exóticas, os parecerá sin duda una travesura desvergonzada, una locura propia de un romántico démodé.

Le doy un sorbo largo a mi agua de coco. Los lugareños me han regalado una pajita de plástico y color verde jungla porque, ¿sabéis qué? El único verde que se ve en Aruba es un verde jungla y vibrante. Vibrante como todos los colores de la feliz Aruba. La fresca brisa del mar me acaricia la cara. Más allá de mi hamaca se extiende la playa tropical, de un azul celeste deleitante.

De acuerdo, es cierto, no os he contado qué hago aquí, que qué ha debido perdérsele a un auténtico aristócrata europeo, acomodado en una época de electricidad altovoltaica, pantallas y luces nocturnas de neón en un país cuyo sencillo lema es "Una Isla Feliz". Pero creo que os decepciono si os confieso que el único motivo que me ha traído aquí es la leyenda de que los ríos transportan en su cauce jugos rojos del mismo color de la sandía. ¡Qué demonios! Del mismo color de la sandía no, son auténticos jugos de sandía. Ay... esta tierra es un auténtico paraíso, señoras y caballeros, y su agua de coco, por cierto, es exquisita, fría como la chufa valenciana, con un auténtico, ligero y extasiante sabor a agua de coco. Sabe a felicidad y es igual que el alba cuando llevas toda la noche durmiendo, que ni siquiera lo notas pasar por el esófago. Si los ángeles mearan, sabría a agua de coco.

En fin, supongo que ya habréis imaginado un bello retrato, un elegante señor tumbado en una hamaca contemplando con una cara de felicidad tropical, extasiada y bobalicona a las bellezas arubanas de piel bronceada, de un color parecido a un naranja tostado, de ojos un poco achinados y sensuales, con sus bonitas faldas largas y blancas decoradas con flores de color verde jungla y rosa floreciente, bailando al lado de los palmerales y las datileras, mientras me tomo mi agua de coco, y se ve el sol de un amarillo autenticamente tropical, sobre el cielo de Aruba, que se funde con la brillante y luminosa playa. Y si echarais una instantanea del momento no captaría toda la esencia, faltarían las notas apacibles de las guitarras y los banjos de una banda que se ha reunido a la orilla de la playa y deleita a los bañistas con sus acordes pausados y ensoñadores.

Y bueno, he de deciros que esta vez no llevo un sombrero de copa, sino una pamela hecha con paja que me han hecho los nativos arubanos. En fin tengo que dejaros, ya se me ha acabado el agua de coco, pero deseadme suerte, porque esta noche me voy a una famosa discoteca arubana, ¡y hay sesión de Boney M!